Nació Quisqueyano
Una persona que no ama ni defiende su terruño, no
agradece ni a Dios por haberle dado la vida
Esto no es mentira; ocurrió así, como se
lo estoy diciendo, quizás para avergonzar a miles de personas que ―por el hecho de vivir con mayores oportunidades
en una tierra que no es de nadie―, niegan
su nacionalidad, su origen y hasta menosprecian las raíces y costumbres de sus
ancestros.
El día que él nació ya tenía cincuenta y
tres años y un hijo de diecisiete otoños; es más, hasta su cuerpo estaba camino
a la ancianidad. Sí, aunque parezca contradictorio esa es la realidad.
Ningún ser humano ha nacido como él,
aunque muchos han tenido la oportunidad de ser protagonistas de acontecimientos
parecidos y, quizás por ignorancia o cobardía, no se han atrevido a hacer de su
nacimiento un suceso especial, como fue éste.
Desde hacía algunos años, estaba
consciente de que aquel hecho se produciría, aunque no sabía cuándo, pero sí el
lugar. Soportaba con cierta conformidad, lleno de disgustos, situaciones que
ocurrían a sus alrededores, sabiendo que le llegaría el momento de tener
derechos ―igual que los demás―, para hablar en cualquier escenario exigiendo
actitudes más humanas y solidaria hacia sus compatriotas de muchos países, por parte
de quienes dirigen la política gubernamental de aquella tierra congelada en
invierno y calurosa en verano.
Contemplaba lo que ocurría a su
alrededor y veía a millones de personas encadenadas al pesimismo, planificando proyectos
sobre los cuales nunca hacían el más mínimo esfuerzo por materializar, mientras
el tiempo le pasaba por encima eliminando sus años de vida.
Observaba a la gente que tenía diez,
quince, veinte y más años, viviendo en aquel lugar ―como esclavos modernos en una sociedad
capitalista denominada democrática―, donde
sus gobernantes se comportan como guerreros e imponen a la fuerza y presión sus
voluntades, sin importar las consecuencias fatales que puedan tener para los
nativos de las tierras subyugadas.
Sufría al pensar que sus compatriotas
latinoamericanos habían perdido el potencial de su capacidad cerebral,
adquiriendo los comportamientos de ciertas máquinas programadas para cada día,
cada semana, cada mes, años tras años, hacer las mismas cosas: ir al trabajo,
regresar a casa cansados, comer productos enlatados o congelados, ver
televisión durante varias horas y echarse a dormir sin permitirle descanso al
cerebro, el cual se mantiene despierto, trabajando, esperando escuchar la alarma
del reloj que le indicará el momento preciso para activar los músculos de
quienes supuestamente descansan, obligándole a levantarse y volver a repetir
las faenas del día anterior.
Por eso, veía a los hombres y mujeres de
setenta años como máquinas obsoletas camino al cementerio de chatarras.
Al analizar el comportamiento de
individuos que conocía desde hacía mucho tiempo se mostraba confundido ante los
cambios culturales y educativos que habían sufrido; ahora utilizaban un
lenguaje prosaico, donde las frases relacionadas con el sexo eran tratadas como
algo común en cualquier momento familiar o social.
Sentía vergüenza al comprobar que en los
canales de televisión, a cualquier hora del día, se transmitían mensajes
cargados de erotismo que podían ser calificados de asquerosos para la sana
educación de los niños y jóvenes, la integridad familiar y una esperanza para
tener una sociedad compuesta por hombres y mujeres honorables; era como si esas
imágenes y sonidos se elaboraran en sofisticados laboratorios especializados en
las construcciones de patrones científicos para convertir los cerebros de los
niños y jóvenes en individuos que al llegar a determinada edad tuvieran sus
masas encefálicas intoxicadas y alienadas compulsivamente hacia el sexo, alcohol,
aberraciones, drogas y cosas que nada bueno proporcionan a una sociedad de
gente sana, con criterios éticos y morales.
Llegó a creer que aquella es una
sociedad perversa que el Dios Todopoderoso, el Hacedor de todas las cosas,
destruirá en cualquier momento, como ocurrió en el pasado con Sodoma y Gomorra,
pues el homosexualismo, el lesbianismo, la corrupción, estafas, el
narcotráfico, la violencia, engaño y todo tipo de inmoralidad, rodea a los
seres humanos en todos los estamentos de la población, incluyendo las escuelas,
iglesias, los ministerios gubernamentales y las esferas donde deberían estar
sentados honorables personas que administren sana justicia.
Recuerda con tristeza el transcurrir de
los tres primeros años de estar viviendo en ese país. Analizando con juicios
críticos su situación económica, familiar, social y profesional, no pudo evitar
que varias lágrimas corrieron por sus mejillas; no hizo nada para secarlas, las
dejó correr, debido a que el calor de aquel líquido se parecía al deseo de darle
abrigos, zapatos, alimentos y escuelas a los niños descalzos de las montañas de
su pueblo que todas las mañanas, antes de salir el sol, deben apearse de las
camas para ir en busca de las vacas que se encuentran en lugares donde las
hierbas y hojas de los arbustos parecen navajas en la piel de esos pequeños,
especialmente en sus desnudas piernas y brazos.
En su país de origen, aunque no era rico
ni tenía que hacer demasiadas ingeniosidades para sobrevivir, disfrutaba de
facilidades para ofrecerle a su familia diversión y lo necesario para vivir con
dignidad. En su pueblo era un profesional respetado y querido; pero en esa otra
nación no era nadie, era un desconocido, y su familia vivía encerrada en un
apartamento sin que la sociedad le diera oportunidades de asistir a encuentros
culturales y profesionales, pues en esas localidades nadie se preocupa por los
vecinos, cada quien vive para sí, incluso, hasta desconociendo a quienes
residen en frente de su propia puerta. Aquello era para él como una prisión de
la cual anhelaba escapar.
Ese día ―el de su nacimiento―, al estar
sentado en aquella sala junto a casi doscientas personas, buscadoras de lo
mismo que él, comprendió que, en realidad, cada una de ellas no significaba más
que un número computarizado expuesto a ser borrado en cualquier momento y así
extinguir para siempre su existencia como ser humano perteneciente a esa
poderosa nación.
―¿Estaría usted dispuesto a ir a la
guerra con otros países, para defender los intereses de esta nación?― Le
preguntó la señora, mirándole fijamente a los ojos.
―Siempre que alguien quebrante las leyes
hay que castigarlo― Respondió, como si tuviera desde hace algún tiempo
elaborada la respuesta para cuando le cuestionaran al respecto.
La señora se levantó del asiento y
caminó hacia otra oficina; él quedó solo en ese lugar, mirando disimulado los
objetos que allí había, consciente de que desde otro sitio lo observaban a
través de las cámaras de vigilancia, que él no veía pero que les enfocaban de
frente y perfil. Al poco rato, la oficial de migración regresó, se sentó en su
sillón y le dijo:
―Señor, felicidades, realmente ya usted
puede sentirse ser un ciudadano de esta nación, ha aprobado el examen de la
ciudadanía.
Oyó en silencio lo que ella acababa de
expresar. El rostro se le entristeció. La señora continuó diciendo algunas
cosas y él la miraba, pero ya sin escuchar verdaderamente las palabras que
pronunciaba; y, por instinto de la naturaleza humana, dijo:
―Ajá.
―¿Señor? ¿Señor? ¿Comprendió lo que le
dije?― Cuestionó la oficial.
―Creo que sí― Expresó inseguro, sabiendo
que no había estado prestándole atención, debido a que el cerebro le había
bloqueado su estado presente, llevándolo en una ágil transportación a los
campos y barrios donde miles de personas, ancianos, jóvenes y niños pasan
hambre y todo tipo de injusticia.
―Por favor, escriba al dorso de la
fotografía el nombre con el cual desea que se le dé la ciudadanía y que a
partir de este momento aparecerá en todos sus documentos personales y
gubernamentales.
Agarró la fotografía contenedora de su
imagen y escribió con precisión «Quisqueyano Dominicano de Bonao.», sabiendo
que el ser humano que no siente amor y respeto por la tierra que lo vio nacer
tampoco lo tendrá por sus hijos, debido a que un hombre sin patria es menos que
una nube paseándose por el cielo, ya que cuando ésta cae sobre la tierra la
moja y da vida a las plantas; pero una persona que no ama ni defiende su
terruño no agradece ni a Dios por haberle dado la vida
La señora, como no hablaba español, dio
a su boca todo tipo de forma y movimiento tratando de pronunciar aquel nombre
que a ella le pareció tan extraño; y ante la imposibilidad de que sus labios
dejaran salir los sonidos adecuados le solicitó que, por favor, se lo
pronunciara. Él sonrió en forma leve, sin que ella se diera cuenta, sintiendo
una alegría tan grande como si acabara de liberar a su patria de las garras de
un invasor despiadado.
A los dos meses de aquel día, en uno de
los periódicos de su país de origen se publicó una información resaltando la
valentía de aquel ciudadano que, aunque juraba por la bandera de otro país lo
hacía con el pecho rebozado del amor que sentía hacia la tierra que lo vio
nacer, y esperanzado en que él no fuera la única persona en el mundo que
tuviera como nombre Quisqueyano.