Curso: Construcciones                         Curso: Aprenda                  Taller: El Arte y Técnicas
de versos, estrofas y poemas                  a escribir cuentos.             de la Declamación Poética.

El maleficio del espantapájaros

 

El maleficio del espantapájaros

La burla es de lo maligno; la sinceridad, de quienes tienen valores humanos

 


El espantapájaros está situado como a treinta kilómetros de la montaña que divide los dos pueblos, en los predios donde casi no hay viviendas y el color rojizo de la tierra abunda entre leguas en aquella llanura; y aunque Ramón no recuerda con exactitud cuál fue el primer día que lo vio, sí sabe que desde aquel instante le embargó cierta inquietud y admiración; pero no pensó que considerar y ver gracioso a ese muñeco le llevaría a una situación de hechicería en la cual —para salvar su vida—, tendría que luchar contra el terror y los espíritus del más allá.

 

El espantapájaros parece ser el guardián del bohío situado en medio de la finca sembrada de orégano y escasas plantas de bananos. Su dueño lo colocó de tal forma que pueda ver a todo el que, desde la carretera, penetre a esa propiedad. Su figura sobresale de manera imperial por encima del sembradío.

 Todo viajante que transita con cierta frecuencia por aquel lugar no pasa desapercibida la figura de camisa blanca y pantalón azul, con brazos rojos como el fuego, pero más claros que el color de la tierra.

 Desde el instante en que Ramón se dio cuenta de que aquella figura era un espantapájaros, se interesó en detenerse un día para fotografiarlo.

 Transcurrieron meses sin lograr ese propósito, debido a que —aunque pasaba por allí dos veces a la semana—, no se atrevía a detenerse porque cuando iba camino a la universidad siempre era de noche y al regresar a casa de su madre llevaba los minutos contados ante los compromisos que le aguardaban.

 Ese martes no había trabajo en la universidad, los estudiantes estaban en huelga y las protestas no finalizarían hasta la siguiente semana. Faltaban pocos minutos para las dos de la tarde cuando decidió viajar a su pueblo para de camino fotografiar al espantapájaros. Tomó la cámara, le puso un rollo, cargó el flash con baterías nuevas, y salió en busca de cumplir aquel deseo.

 El día estaba radiante. El minibús corría veloz por la carretera.

 —¡Parada, chófer!— Gritó al ver el espantapájaros.

—¡Tú sales y no sabes para dónde vas!— Le dijo una señora que iba a su lado.

—Lo que sucede es que vine a fotografiar a ese espantapájaros y no sabía su ubicación exacta— Explicó Ramón al momento de acomodar entre sus pertenencias la regla T que lo identificaba como estudiante de arquitectura.

—Tú no sabías donde él estaba, pero él sí sabrá donde tú estés— Le aseguró la mujer.

—¿Cómo así?— Preguntó intrigado Ramón. —No entiendo lo que quiere decir.

—Ya lo entenderás— Aseguró ella con una leve sonrisa.

—Me deja usted confuso, no entiendo lo que dice.

—Pronto lo entenderás.

—No sé de lo que habla. Creo que usted me confunde con otra persona.

—Ojalá que así fuera— La mujer le dio una palmadita en el hombro. —El camino, bueno o malo, siempre está esperando; la nobleza y el honor deciden por donde andar.

—Pues… esperemos.

 Ramón la miró dudoso, nunca había visto esa señora. «En este país es que hay más gente loca.», pensó.

 —Los locos están en el manicomio— Le reprochó la mujer con rostro serio. —Lo malo de este mundo es que los médicos están peor que los internos.

 «¡Diablo! ¿Cómo supo lo que yo estaba pensando?», se dijo sin abrir los labios.

 —Sí, es cierto— Asintió Ramón, disimulando el asombro que le embargó. —Los locos están en el manicomio.

—¡Bay! ¡Cuídate! ¡Nos vemos pronto!— Lo despidió la señora pronunciando aquellas palabras en forma musicalizada, doblando el codo para colocar su mano casi a altura de su mejilla, como si fuera a prestar un juramento, mientras abría y cerraba la mano.

 Ramón se vio precisado a caminar hacia atrás porque el autobús lo había dejado distante de la finca donde le esperaba el muñeco. Recorrió la acera, muy cerca de los alambres que marcaban el comienzo de la propiedad. Anduvo un largo trecho buscando la puerta de entrada, pero no la halló.

 Retrocedió hasta llegar a un lugar donde la alambrada daba muestra de estar floja y el terreno dejaba ver un caminito que se dirigía a un bohío ubicado en medio de las plantaciones de orégano. Aún estaban frescas las huellas de la lluvia de la noche anterior.

 Mientras cruzaba entre dos cuerdas de alambre, vio salir del bohío a un hombre de piel negra y estatura alta con una azada en las manos, rumbo al final del sembradío. El señor no advirtió su presencia; y si la notó, fingió. Mientras el hombre caminaba, Ramón llegó a la vivienda; allí no había nadie. Echó una mirada hacia adentro y la tristeza se reflejó en lo más profundo de su alma: tres camisas y un pantalón colgando en un seto; un gato casi dormido en medio del bohío; tres piedras formando un fogón, del cual se escapaba un hilillo de humo; una mano de guineo y dos batatas al lado de un caldero viejo, ilustraban la pobreza que azota a los campesinos de este país.

 Decidió no permanecer más tiempo al frente de aquella vivienda.

 «¿Cómo puede un ser humano vivir así, con tantas necesidades? Si se enferma en horas de la noche, ¿quién le socorrerá? Y si se muere, ¿cuándo sus amigos o familiares se darán cuenta?», pensó el estudiante mientras caminaba hacia donde se encontraba el señor.

 —¡Buenas tardes!

—¡Buenas tardes!—  Le respondió el señor, al tiempo que le estrechaba la mano.

—¿Cómo está usted, amigo? ¿Todo bien?

—¡Qué va…! Aquí pasándola nada más.

—Me he parado por aquí para que me deje tomarle unas fotos al espantapájaros. ¿Hay más de ellos por aquí?

—No, éste es el único.

—Hace mucho que no veía un espantapájaros… La gente ha perdido esa costumbre.

—Es que la gente por aquí no está sembrando maíz ni arroz. Yo he dejado ese muñeco ahí porque nada gano con quitarlo. Él ya es como parte de mi familia.

—¿Y sembrar orégano es rentable?

—¡Oh, sí! Aunque a mí nada más me alcanza para malvivir. La tierra ya no produce buena cosecha, y lo que se recolecta hay que venderlo muy barato— Dijo el campesino resignado a su forma de vida. —Los intermediarios se ganan la gran parte y nosotros nos quedamos solo con el sudor y el cansancio.

—La situación está muy difícil.

—Pero si el Gobierno quisiera, los pobres podríamos vivir mejor Afirmó el viejo. ¿No le parece, Ramon?

—Así es la vida… ¡Hey…!— El estudiante reaccionó sorprendido, iba a decir algo, pero se contuvo; luego, en forma calmada y mirando a aquel hombre interpelativamente, le preguntó: ¿Cómo supo mi nombre?

lo dijiste.

—No recuerdo haberlo pronunciado.

—Bueno… Entonces, tuve que haberlo adivinado— Dijo el señor poniendo cara de inocente. —¿Crees que soy adivino?

—No sé. Estoy confundido... Esto por aquí es raro— Ramón recordó el comportamiento extraño de la mujer en el autobús. —Perdone mi confusión; últimamente como que no estoy muy bien de la cabeza.

—Los seres humanos, a veces, presienten soñar despiertos; pero eso es por causa de las preocupaciones y asuntos de la naturaleza, originándose trastornos en sus pensamientos. ¿No le parece?

—Bueno…, no sé; así parece— Ramón se encontró como en un desequilibrio mental, sentía que la mirada profunda de aquel hombre quería dominarle los pensamientos. —La forma de usted hablar me contradice.

—¿Cómo así?

—Usted habla con teorías muy científicas para ser un simple hombre que vive del cultivo de la tierra.

—Es que en la autopista los transeúntes tiran periódicos, libros y revistas, y yo lo recojo para leerlos en mis ratos de descanso.

—Veo que sabe aprovechar el tiempo.

—Cada hombre debe mirar el camino que considere más adecuado para su futuro; yo, como dirían algunos, a esta edad solo miro el cielo y el destino del espantapájaros.

—Bueno… No le robo más tiempo— Dijo Ramón. —Déjeme ir a tomarle las fotos al espantapájaros.

—¡Vaya con Dios! Y ojalá que la luz del entendimiento le deje ver con claridad el mejor sendero para su vida— Le deseó el señor.

 La mano de Ramón volvió a sentir el calor de la del viejo.

 «Si no fuera estudiante universitario y creyente de las ciencias pensaría que las personas de estos contornos están embrujadas.», se dijo mientras caminaba hacia el espantapájaros.

 Al estar a diez metros del espantapájaros preparó la cámara para lograr la primera foto. Se acercó, tomó la otra. Fue moviéndose por su alrededor al tiempo que hacía funcionar el aparato. No fue hasta que intentó hacerle una de medio cuerpo cuando se dio cuenta de que, realmente, el espantapájaros era muy parecido a un ser humano: tenía cabeza y —además de estar cubierta por una peluca de mujer—, en su cara había hoyos que figuraban ser los ojos, la boca y la nariz.

 Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ramón; sintió que una brisa fría se movía entre su piel y la ropa que llevaba puesta. Tuvo miedo de estar sólo con aquel muñeco de trapos, alambres, plásticos, y quién sabe de cuáles otras cosas.

 Decidió hacerle un “close up”. Se acercó más, el miedo le aumentó. Quería que el rostro del muñeco saliera lo mejor posible, razón por la cual se vio obligado a echarle los cabellos hacia ambos lados de la cara.

 Al enfocarlo, con mucho cuidado, notó que su aspecto era monstruoso. Sintió más temor de que —como sucede en las películas—, aquella figura horrorosa lo abrazara y lo estrangulara.

 Luego de hacer la foto retrocedió; lo observó con detenimiento tratando de descubrir algo que ni él mismo sabía de lo que se trataba. Le miró la cabeza, el pecho, los brazos y el palo que desde su estómago bajaba al suelo, enterrándose en la tierra roja. Minutos más tarde, cuando creyó que su tarea estaba cumplida se dispuso a abandonar la finca.

 Habiendo transcurrido más de cinco horas después del anochecer, estando ya en su casa, se acostó, y entonces comenzó el gran peligro. En ese instante, se encontró frente a una vieja iglesia hablando con el señor dueño del espantapájaros.

 —Tú debes ir allá y traerlo sin que él sea quitado de su lugar… Si se mueve estarás perdido. Cuando lo traiga nadie puede verlo. Tendrás que trasladarlo en una fundita donde quepa no más de una libra de azucar. Ademas, necesitaremos dos velas, dos pastillas de sulfatiazol, una cajita de mentol, siete palitos de fósforos, siete vainitas verdes de brusca, siete hojitas secas de tomate, dos patas de gallinas y dos plumas de alas distintas de un gallo de peleas. Esto debe hacerlo antes de dos días—  Le dijo el señor, quien se llamaba Casimiro.

 Ramón se sintió confundido y quiso preguntarle que cómo lo iba a echar en una fundita de una libra si el espantapájaros tenía seis pies de estatura y era gordo, semejante a un hombre de 250 libras. Tampoco sabía a qué lugar debía llevarlo y a quién entregarlo.

 Casimiro le dijo que no preguntara, que él tampoco sabía nada. El viejo se alejó encima de un burro, el cual —más que un asno—, parecía un perro gigante y peludo.

 Ramón quedó pensativo durante algunos minutos, tratando de encontrar el meollo de aquel asunto: «Meterlo en una fundita de una libra…». No le hallaba solución lógica al problema. Caminó hacia el parque y se sentó en uno de los bancos. Su vista quedó fija, observando un grupo de hormigas que trasladaban un pedazo de galleta dulce. Estaba tan entretenido mirando esos insectos que no se percató de que alguien se había sentado a su lado.

 —¡Hola, Ramón! ¡Qué distraído estás!— Dijo una mujer de unos treinta y cinco años.

—¡Hola!— Le respondió, mirándola de los pies a la cabeza, pensando que se trataba de una prostituta en busca de diversión. —¿En qué puedo ayudarle?

—¿Qué en qué puede ayudarme?— Le cuestionó ella, devolviéndole la misma mirada. —Yo no necesito tu ayuda, tú requieres de la mía— Le aclaró la dama.

—Lo siento. No deseo compañía, quiero estar solo.

—La soledad no es buena, se debe estar con alguien.

—Prefiero estar solo.

—Tú nunca estás solo— La mujer hizo ademanes con sus manos. —Hasta en este momento él está cerca de ti.

—¿Quién está cerca de mí?

—El espantapájaros. Hace mucho que te está persiguiendo, y eso es muy peligroso— La mujer volvió a hacer los mismos ademanes. —Debes ganarle la batalla.

—¿Qué batalla? ¿Cómo sabe que desde hace horas he estado pensando en un espantapájaros?

—Lo sé todo… Caballo y yo somos socios. Nosotros queremos ayudarte.

—¿Quién es Caballo? ¿Quién es usted?

—No preguntes, haz lo que voy a decirte: mételo en la fundita de una libra. Vete al río a las doce de la noche, y desde la orilla éntralo al agua sin que se moje. Tú debes cruzar el río, pero ten cuidado de no mojarte la mano izquierda— La mujer miró a los lados para asegurarse de que nadie le escuchara. No te asustes de nada ni responda a las voces que te puedan llamar o preguntar algo; no conteste, aunque esas voces te parezcan conocidas. Si algo se te viene encima no le hagas caso, nada chocará contra ti; sólo enséñale la fundita y no te la quites de enfrente del pecho. No vuelvas la cara hacia atrás ni te pases las manos por los ojos ni la boca; si lo hace te quedarás ciego y mudo para toda la vida. Después que salga del río, vete al cementerio y entra por la puerta del medio… Eso es todo lo que por ahora debes saber, si quieres salvar tu vida.

 Ramón empezó a sudar y a ponerse nervioso. La mujer se paró para retirarse.

 —¿Cómo lo voy a meter en una fundita de ese tamaño?

—No me pregunte. No sé nada de eso. Esa es tu tarea— La mujer se paró del asiento y se dispuso a retirarse de ese lugar.

—Espere, ¿Cuál es su nombre?

—Me llaman Entidad.

 La mujer se retiró sin voltear la cara. Él se quedó pensativo y preocupado.

 «¿Cómo entrarlo en una fundita de una libra?», se preguntaba. Los minutos transcurrían sin él descifrar aquel misterio.

 Dos niños, de unos diez años de edad, caminaban y dialogaban sobre un dibujo que había en la hoja de un periódico:

 —¡Ya verás que yo sí puedo!— Dijo uno.

—¡Tú verás que eso es de gente ignorante!— Contestó el otro.

 Ambos se dirigieron a donde estaba Ramón, y uno de ellos le preguntó:

 —¿No es verdad, señor, que si la iglesia sale dibujada en el periódico y yo lo tengo, entonces, puedo decir que tengo la iglesia?

—Relativamente, eso es cierto; aunque no es totalmente real; pero es aceptable desde cierto punto de vista.

—¡Gracias!— Respondió el niño que había hecho la pregunta. Ambos continuaron su camino.

 Ramón se quedó mirándolos y, al instante, se sorprendió al darse cuenta de que la mujer lo esperaba a pocos metros de distancia. Los dos se internaron en unos arbustos, los cuales —al poco rato—, se movían como si en ellos estuvieran jugando algunos chivos.

 El estudiante de arquitectura no entendía qué estaba sucediendo. Al dirigirse a su casa y mirar para la vitrina de una tienda y ver una postal de un espantapájaros descubrió el razonamiento del asunto.

 Al llegar a su vivienda, buscó entre los papeles que guardaba en una caja las fotos que  hacía unos días, o quizás menos de veinticuatro horas, le había tomado al muñeco. Las observó con entretenimiento.

 Ramón se dirigió al colmado de la esquina y compró lo que le había indicado la mujer. Esperó a que llegara la noche para ir al río, a desafiar los peligros que allí encontraría.

 Eran las once cuando salió de la casa. La noche estaba oscura, aunque no llovía ni el cielo se encontraba nublado. La luna y las estrellas habían desaparecido en el infinito.

 Al quedar tras su espalda la última casa en las proximidades del río, cientos de luciérnagas se colocaron a ambos lados del camino; sus luces alumbraron aquel lugar haciéndolo parecer un sendero iluminado con bombillitos de Navidad, dándole apariencia de un pasillo celestial.

 Ramón caminaba no muy de prisa, mirando hacia ambos lados, sintiendo falta de saliva en su boca y garganta.

 De pronto escuchó tras su espalda el rugir de una fiera salvaje; sintió ganas de echar a correr, pero se detuvo firmemente, pues no sabía cuáles cosas encontraría más adelante. Las manos y los pies les temblaban.

 Los rugidos estaban cada vez más cerca. Sentía las pisadas del animal que se acercaba con cautela y decisión. La respiración de un felino fatigado chocaba con su espalda. El miedo le crecía...

 Cuando su garganta se preparaba para dejar escapar un grito de angustia y ya estaba dispuesto a voltear la cara para ver lo que había detrás, se hizo un silencio mortuorio: nada se escuchaba, ni siquiera el respirar fatigado que se producía en su  propia nariz. Permaneció inmóvil y tembloroso por un instante; luego, empezó a caminar nuevamente.

 Apenas había avanzado diez pasos cuando, de repente, aparecieron decenas de serpientes arrastrándose de un extremo a otro del camino. Todas se movían sin dejar de mirarle, de tal forma que cuando unas iban al norte las otras se dirigían al sur.

 Era imposible cruzar aquel lugar sin pasarles por encima. Al observarlas sentía pánico, y el imaginarse colocar sus pies sobre ellas le ocasionaba horror; pero sabía que en esa aventura estaba en juego la salvación de su alma y, por lo tanto, no podía cometer errores. Debía llegar al río y meterse al agua.

 Por esa razón decidió avanzar y pisarlas si no se quitaban del camino... Dio varios pasos hacia delante y muchas continuaron en lo que parecía ser una danza, mientras otras se pusieron en posición de ataque.

 Estiró el pie derecho para pisar sobre las que se encontraban más cerca, al bajarlo con decisión inquebrantable todas desaparecieron. Suspiró profundamente.

 A lo lejos, se escuchaba el sonido del agua corriendo entre las piedras. La noche le parecía confusa, peligrosa y llena de terror.

 En un momento, el sonido del río desapareció como cortado por una filosa navaja. Un escándalo que parecía venir del mismo infierno se apoderó del entorno. Sus oídos no podían descifrar lo que producía esos ruidos.

 A su alrededor, todo seguía estando oscuro, únicamente las luces de las luciérnagas iluminaban parte del camino. A poca altura de su cabeza ―y en los lados del estrecho camino―, se estacionó una nube negra, como bajada del cielo.

 El corazón de la tierra bajo sus pies se sintía temblar. Se imaginó a una estampida de búfalos corriendo en dirección hacia donde él se encontraba. Miles de gallinas, y mayor cantidad de cerdos y chivos, se dirigían veloces hacia Ramón, perseguidos por una raya de fuego que medía más de diez pies de altura.

 Las aves y los animales se detuvieron a poca distancia de Ramón como si hubieran chocado con una rústica y fuerte pared de concreto. Al  instante, las llamas arroparon las aves, a los porcinos y a los chivos.

 El aleteo de las gallinas y los gritos de los cerdos y chivos pusieron al descubierto los lamentos del purgatorio. El mal olor a plumas quemadas, mezclado con el expedido por los animales carbonizados invadió el lugar.

 El fuego quedó allí, esperando a que el hombre avanzara para devorarlo. Ramón miró con miedo las lenguas de las llamas que parecían burlarse de él… Se llevó la mano izquierda a la cabeza y se quitó la gorra que llevaba puesta.

 El estudiante avanzó hacia las llamas, las cuales se hamaquearon amenazantes, aumentando de tamaño y cantidad. Ramon notó que algo era contradictorio: las llamas no eran calientes.

 Ramón avanzó más hacia el fuego, el cual retrocedió. El estudiante continuó caminando, el fuego fue retrocediento. El joven corrió tras las llamas, ellas corrieron  en  igual  dirección.

 El estudiante no se dio cuenta —quizás por el momento extraño que vivía—, de que aunque el fuego lucía incandescente y alto, su luz no traspasaba los bordes negros del camino. Al parecer, la nube era tan densa como una loma de gran resistencia.

 El hombre persiguió las llamas a mayor velocidad. El fuego se dirigió al río, aumentando sus llamaradas y  velocidad. Las llamas eran tan altas como un edifcio de tres niveles. Cuando estaba a pocos metros del caudal el fuego se detuvo. Ramón también dejó de correr.

 Quedaron los dos uno al frente del otro, como dos enemigos que se odian a muerte. Un viento suave hacía mover las lenguas del fuego en todas direcciones, semejando ser brazos en busca de presas. En medio de las llamas se formaron dos ojos y una boca abierta.

 El hombre lo miró fijamente, interpretando que le decía: «Ven, acércate, que te voy a devorar.». Cauteloso, pero decidido, el estudiante fue aproximándose a las llamas, para demostrarle que no le tenía miedo. Éstas aumentaron su tamaño de forma gigantesca.

 Ramón aceptó el desafio, llenándose de coraje. Contrario hasta hacía un momento, ahora sentía que la piel casi se le tostaba por el calor que allí había.

 El estudiante, recordando las instrucciones que le había dado la mujer en el parque, alargó la mano en la cual tenía la fundita de una libra y caminó con decisión, aunque sentía que el rostro se le quemaba.

 El fuego, al parecer, comprendió que la actitud de Ramón no era asunto de juego, creció aún más, tratando de atemorizarle; pero cuando el hombre estaba a escasos centímetros de él, se echó al agua, produciéndose un profundo y prolongado grito de mujer.

 Los gritos ―que al parecer provenían del infierno―, provocaron el derrumbe de las montañas que estaban a orilla del río, ocasionando que arboles, tierra y rocas bajaran para represar el caudal de agua.

 Ramón, al ver lo ocurrido y el cansancio que tenía, comprendió que debía abandonar ese lugar lo antes posible porque la inundación era inminente.

 Con la respiración fatigada, el corazón latiéndole a ritmo acelerado y el pecho subiéndole y bajándole, caminó para penetrar el agua. No faltaban muchos minutos para las doce.

 Cuando iba a mojar sus pies, se escuchó estruendoso en la otra orilla del río el  mugir de una figura plateada. Al principio no sabía qué era aquello que brillaba como plata en medio de la oscuridad, pero luego se dio cuenta de que se trataba del gran toro blanco ―hijo de la vaca que se murió de pique―, del cual le había dicho la mujer que se cuidara porque todo el que se enfrentaba a él quedaba destrozado por la cintura.

 Ella le explicó en el parque, mientras se encontraban en los arbustos, que los cuernos del toro eran como dos espadas filosas que hipnotizaban a sus adversarios.

 Ramón retrocedió un poco,  tratando de colocarse en terreno un poco alto, para que al mostrar la fundita de una libra el toro  pudiera verla.

 El animal mugió fuerte varias veces. Con las patas delanteras hizo la señal de ataque. El hombre levantó con fuerza su mano derecha al tiempo que trataba de no mirarle fijamente. El toro pareció entender el brillo que había en los ojos de Ramón.

 El toro emprendió una veloz carrera en dirección a donde estaba Ramón. Cuando cayó  al río el agua se partió en dos y su cuerpo parecía el de una lancha que rompe el agua tranquila de un lago casi dormido.

 Cruzó el río con una increíble rapidez. Se dirigió con furia hacia el hombre, el cual temblaba como gelatina sobre un potro salvaje.

 Ramón cerró los ojos con fuerza para no ver lo que iba a ocurrir, y mantuvo en alto su mano derecha, mostrando la fundita. El toro no detuvo la carrera, a medida que se acercaba aumentaba más y más la velocidad.

 El animal corría con la cabeza agachada, para golpear con sus cuernos y cráneo todo cuanto se opusiera en su camino. Las pisadas fuertes y continuas del toro aumentaron el nerviosismo de Ramón, quien quedó paralizado, sin poder mover las piernas ni los brazos.

 El hombre se sintió perdido, el buey se encontraba a poca distancia. Los ojos del estudiante se abrieron grandemente, dejando al descubierto el terror que lo envolvía; y fue en ese instante cuando el terrible animal se estrelló contra la mano que sostenía la fundita de una libra.

El ambiente quedó iluminado por el estallido: el bovino se desgranó y una lluvia de meteoritos cayó alrededor del asustado estudiante.

 Minutos después, ya repuesto del susto, Ramón penetró al río y se zambulló dejando únicamente fuera del agua la mano en que sostenía la fundita. Luego, hizo todo cuanto le había dicho la mujer. Momento después se dirigió al cementerio.

 Al llegar al camposanto empujó las verjas que conforman una puerta de hierro, la cual dejó escapar un lúgubre sonido, quedando abierta de par en par.

 

Caminó por un pasillo largo y estrecho, entre bóvedas, nichos y cruces; atrás habían quedado las moradas finales de las familias García, Vargas, Rosario y Russo. Al llegar a la estatua del perro de bronce , sus pisadas se dejaron escuchar con más fuerza que con las que pisaba realmente.

 En el cementerio, como siempre, había un silencio profundo y la poca iluminacion conllevaba a imaginarse situaciones tenebrosas, donde hasta el más leve movimiento de un gato intruso era motivo para emprender una endemoniada carrera. Sus pasos y respiración era lo único que se escuchaba en aquel lugar.

 Una figura humana surgió desde el lado de una bóveda y se paró en medio del pasillo, un tanto distante de él. Ramón se detuvo sorprendido.

 —¡Creí que no vendrías...!— Le dijo la figura que se había parado en medio del pasillo.

—¿Quién es usted?— Preguntó el estudiante, asustado.

—¿Ya no me conoces?— Le respondió la figura, y procedió a quitarse el ancho sombrero, al estilo mexicano, que en aquella oscuridad le cubría el rostro. —Hace tres días estuviste en mi casa.

—¡Perdón! No lo estaba reconociendo— Expresó Ramón al descubrir que se trataba del dueño del espantapájaros.

—¡Vamos, es un poco tarde! Esto hay que hacerlo lo antes posible— Invitó el señor.

—¿Qué debo hacer?

—Vamos, allí lo sabrás.

—Camine delante, usted es quien sabe para donde vamos— Sugirió el estudiante con algo de desconfianza. —Esta noche me han sucedido cosas muy raras.

 Avanzaron sin decir palabras. Llegaron a una puerta de madera que tenía aspecto de un viejo garaje. Era muy extraño todo aquello, pues Ramón había entrado muchas veces a ese cementerio y nunca había visto una puerta similar.

 —Cuando abra la puerta no debes detenerte ante nada. Si algo te vence, no volveré a verte. Las primeras decisiones las debes tomar tú, las demás alguien te las dará en el momento preciso— Le especificó el señor.

—¿Y por qué usted no viene conmigo?

—Porque no puedo. Si te acompaño ninguno de los dos saldremos de ese lugar. La lucha es entre un espíritu de tu sombra negra y el falso espíritu de Bucalaú.

—¿Quién es Bucalaú?

—Bucalaú es el muñeco que tú fotografiaste. Hace mucho que hemos estado protegiéndote, esperando a que vinieras por tu propia voluntad a rescatar el sano espíritu de tu sombra negra.

—Señor, usted se equivoca, yo no he venido a rescatar ningún espíritu.

—Aparentemente no has venido a eso; pero a eso si ha venido, porque un falso espíritu, muy malévolo, mantiene subyugado el espíritu bueno de tu sombra negra.

 El señor le explicó que, en una ocasión, mientas Ramón dormía, su espíritu salió a vagabundear y llegó a la casa de Ponsia, la hechicera maldita que con su soplo adormece las almas y los demonios.

 Aquella hechicera envolvió en una sábana negra la sombra blanca del espíritu del estudiante, lo metió en una calabaza durante 13 días, y en ese tiempo lo convirtió en un abigorito y le puso como misión destruir el alma de Ramón.

 —¡Espere, espere! No siga diciéndome tantas cosas, porque no entiendo nada— Se quejó el estudiante.

—¿Qué es lo que tú no entiendes? Creo que te he explicado todo muy claramente.

—Creo que usted se burla de mí.

—La burla es de lo maligno; la sinceridad, de quienes tienen valores humanos. Dime, en sí, ¿qué es lo que no has entendido?

—No he entendido eso de que a mi alma le envolvieron la sombra blanca en una sábana negra.

—Mira, el cuerpo de un ser humano proyecta una sombra negra cuando nos exponemos a la luz, sin importar de qué color sea la luz. ¿Nunca te has preguntado por qué si la luz es roja, verde, amarilla o blanca, la sombra que vemos siempre es negra? Todos los seres humanos vemos esa sombra, pero ninguno vemos la sombra plateada ni la amarilla fluorescente que siempre nos acompaña. La sombra negra es la más visible en este mundo perverso, es el reflejo de nuestra vida mundana. La sombra plateada es la que nos hace sentir remordimientos, sufrimientos y penas, ante ciertos asuntos. La sombra amarilla fluorescente es la que refleja el grado de negación o aceptación hacia las demás personas y sus actitudes. La sombra blanca es la de la dignidad y el respeto. Si la sombra blanca se empaña, entonces, quien la posea podría ser ladrón, borrachón, mentiroso, mujeriego, traidor y perverso.

—¿Usted está seguro de que eso es así? Yo nunca en mi vida había escuchado nada parecido.

—Nunca lo había escuchado porque los elementos del otro mundo nunca se habían materializado en sombra y espíritu. Eres un hombre sin sombra.

—Entonces, ¿usted se atreve a decir que yo no tengo sombra?

—Hace mucho que perdiste la sombra negra. La sombra plateada tú la has liberado esta noche, pero anda sonámbula en espera de que alguien la atrape.

—¿Cómo así? No recuerdo haber liberado nada— Dijo Ramón con dudas.

—Cuando destruiste el toro de níquel solo le quitaste a tu sombra la pasión agresiva para destruirte a ti mismo. Si esta noche no logras agarrarla, mañana tú no respirarás.

—Entonces, ¿estoy casi muerto?

—Ya lo has entendido.

—Dígame, ¿qué es un abigorito?

—Los abigoritos son los hijos y seguidores del demonio Abigor. Quienes los han visto aseguran que es un caballero hermoso, conocedor de los secretos del porvenir, y maneja las habilidades para que todo el que se le acerca lo ame infinitamente. ¡Pobre de tu alma si la sombra negra de tu cuerpo cae en manos de ese demonio!

—¿Qué debo hacer para terminar con esto?— Preguntó Ramón con decisión de luchar.

—Debe seguir adelante y no temer a nada ni a nadie— Le aconsejó el viejo. —Únicamente podrás hablar cuando estés delante del gran Barón. Ahora me voy. A ti te correspondes hacer lo que hace falta.

 El señor dio varios pasos caminando de lado, como si fuera un cangrejo, y desapareció en medio de dos bóvedas.

 Ramón caminó hacia la puerta de madera. «Si estuviera en el barrio Prosperidad juraría que esta es la puerta del garaje del vecino Augusto Vargas.», pensó. Agarró la fundita en la mano izquierda y con la derecha quitó el candado de la cerradura.

 Al tiempo de abrir la puerta, un viento suave y frío comenzó a golpear su cuerpo. Un ataúd sobre una mesita de dormitorio se interpuso en su camino. Colocó la mano derecha por debajo de aquella caja, la levantó por la parte más ancha y la tiró a un lado del largo pasillo, sin importarle lo que hubiera dentro. Al instante, decenas de ratones corrieron por todo el lugar.

 Más adelante había otra mesa con velas, imágenes religiosas y flores. Todo lo que obstaculizaba su paso fue arrojado a los lados del camino. Nada podía detener su marcha en aquel momento tan peligroso.

 Al pisar una alfombra roja, sus alrededores se convirtieron en fuego y una risa fuerte de mujer quiso explotar sus oídos. Miró hacia todos los lados buscando al ser que producía esas carcajadas tan molestosas, pero no vio a nadie.

 La único que pudo ver a su alrededor fue una cajita de cristal, de tamaño mediano que se encontraba rodeada de velas encendidas. agarró la cajita y al mirarla quedó estupefacto: dentro de ella se encontraba un muñequito idéntico a su persona.

 Se dio cuenta de que aquello no era más que pura hechicería. Tiró la cajita con fuerza contra una pared, rompiéndose en pedazos; en ese mismo instante el fuego que había a su alrededor desapareció.

 El pasillo quedó casi despejado. Un muñeco que sólo tenía cuerpo de la cintura hacia arriba, colocado en una mesita, esperaba por él al final del pasillo. En el instante en que se disponía a avanzar hacia esa figura escuchó una voz de mujer que habló desde un extremo:

 —¡Espera, espera! Detente.

 Se detuvo, dio media vuelta y quedó de frente a ella. Quien le hablaba era la mujer que conoció en el parque.

 —¿Qué sucede, Entidad?— Preguntó Ramón.

—Saca todo lo que tienes en la fundita— La mujer esperó a que él hiciera lo que ella le decía. —Prende las velas. Embárrate el mentol en las manos. Échate las hojitas en los bolsillos. Prende los demás fósforos y sus desperdicios déjalos aquí, junto a la vela.

—¿Y ahora, qué sigue?

—Dame la fotografía y la fundita. Ahora debes ir donde él, y lo volteas hacia atrás; pero ten cuidado, no dejes que te toque con sus manos.

 Al llegar cerca del muñeco éste le sonrió y le extendió la mano en señal de saludo.

 —No acostumbro a saludar a extraños, y más cuando andan acompañados de serpientes y usan faldas de mujeres— Le dijo el estudiante.

—¿Serpientes? ¿Faldas de mujeres?— El muñeco sonrió burlón, y con gesto de asombro agregó: —¿Quién tiene eso?

—¿Cómo que quién?  Tú mismo. ¿Acaso te las colocaron ahí atrás sin que te dieras cuenta?

 El muñeco miró asombrado para el lugar que le indicaba Ramón; y antes de que pudiera voltear la cara, el estudiante le dio un fuerte empujón, tirándolo detrás de la mesita sobre la cual estaba sentado. Al caer, el muñeco dejó escapar un prolongado grito. El hombre se acercó a la mesita y pudo apreciar un profundo hoyo al cual no se le veía el final.

 «¡Diablo! Por ahí se atrevía a tirarme ese engendro del mal.», suspiró Ramón.

 —¡Bien hecho!— Celebró Casimiro. —¡Apúrate, larguémonos de aquí, porque este lugar va a ser invadido por demonios!

 Los dos hombres corrieron a la salida y tras su espalda iban derrumbándose las bóvedas, y el piso se abría cerca de sus pies. Humo y luces terroríficas se apoderaron del lugar.

 Al cruzar la puerta de hierro, ésta se cerró violentamente mientras las luces, humo y explosiones se producían en el interior del cementerio.

 Cuando aparentemente todo ya había terminado, el viejo le dijo a Ramón:

 —Vete, tú ya no tienes nada que hacer aquí.

—¿Y ustedes, qué van a hacer?— Le preguntó el estudiante  al viejo y a la mujer.

—Nosotros todavía tenemos asuntos pendientes por estos entornos.

—¡Oh! Ya puedo ver mi sombra nuevamente— Expresó con alegría el joven.

—Si el hombre mirara su sombra se daría cuenta de que él depende de la luz que proyecta.

—La sombra me hace sentir más pesado— Afirmó Ramón.

—La sombra, en el comportamiento social, es como la fuerza de la gravedad.

—¿Cómo así?

—Las sombras y las huellas son el espejo de nuestro proceder. Quien no tiene sombra ni huellas nunca ha existido. Por la sombra y las huellas nos recuerdan los demás— Aseguró el viejo.

 Los tres caminaron por la calle, frente al cementerio: Ramón en dirección sur; el viejo y la mujer en dirección norte.

 El estudiante de arquitectura había caminado menos de diez metros cuando recordó que no le había dado las gracias al viejo y a la mujer por haberle ayudado a salvar su vida. Se detuvo, y al voltear la cara ocurrió el gran asombro de su vida:

 Casimiro llevaba agarrada de mano a la mujer, y cuando Ramón le miró detenidamente la espalda se dio cuenta que dejaba al descubierto el único pie de palo que poseía y que la delataba como el espantapájaros que está situado como a treinta kilómetros de la montaña que divide los dos pueblos, en los predios donde casi no hay viviendas y donde el color rojizo de la tierra abunda entre leguas en aquella llanura.

Share this article :
Print PDF
 
Nosotros : SOCULA | En Plural |
Somos Los Proveedores De Revista En Plural
Copyright © 2016. Sociedadculturallatinoamericana.com - Todos los derechos Reservados
Sociedad Cultural Latinoamericana