El
maleficio del espantapájaros
La burla es de lo maligno; la sinceridad, de quienes tienen
valores humanos
El espantapájaros está situado como a
treinta kilómetros de la montaña que divide los dos pueblos, en los predios
donde casi no hay viviendas y el color rojizo de la tierra abunda entre leguas
en aquella llanura; y aunque Ramón no recuerda con exactitud cuál fue el primer
día que lo vio, sí sabe que desde aquel instante le embargó cierta inquietud y
admiración; pero no pensó que considerar y ver gracioso a ese muñeco le
llevaría a una situación de hechicería en la cual —para salvar su vida—,
tendría que luchar contra el terror y los espíritus del más allá.
El espantapájaros parece ser el guardián
del bohío situado en medio de la finca sembrada de orégano y escasas plantas de
bananos. Su dueño lo colocó de tal forma que pueda ver a todo el que, desde la
carretera, penetre a esa propiedad. Su figura sobresale de manera imperial por
encima del sembradío.
Todo viajante que transita con cierta
frecuencia por aquel lugar no pasa desapercibida la figura de camisa blanca y
pantalón azul, con brazos rojos como el fuego, pero más claros que el color de
la tierra.
Desde el instante en que Ramón se dio
cuenta de que aquella figura era un espantapájaros, se interesó en detenerse un
día para fotografiarlo.
Transcurrieron meses sin lograr ese
propósito, debido a que —aunque pasaba por allí dos veces a la semana—, no se
atrevía a detenerse porque cuando iba camino a la universidad siempre era de
noche y al regresar a casa de su madre llevaba los minutos contados ante los
compromisos que le aguardaban.
Ese martes no había trabajo en la
universidad, los estudiantes estaban en huelga y las protestas no finalizarían
hasta la siguiente semana. Faltaban pocos minutos para las dos de la tarde
cuando decidió viajar a su pueblo para de camino fotografiar al espantapájaros.
Tomó la cámara, le puso un rollo, cargó el flash con baterías nuevas, y salió
en busca de cumplir aquel deseo.
El día estaba radiante. El minibús
corría veloz por la carretera.
—¡Parada, chófer!— Gritó al ver el
espantapájaros.
—¡Tú sales y no sabes para dónde vas!—
Le dijo una señora que iba a su lado.
—Lo que sucede es que vine a fotografiar
a ese espantapájaros y no sabía su ubicación exacta— Explicó Ramón al momento
de acomodar entre sus pertenencias la regla T que lo identificaba como
estudiante de arquitectura.
—Tú no sabías donde él estaba, pero él sí
sabrá donde tú estés— Le aseguró la mujer.
—¿Cómo así?— Preguntó intrigado Ramón.
—No entiendo lo que quiere decir.
—Ya lo entenderás— Aseguró ella con una
leve sonrisa.
—Me deja usted confuso, no entiendo lo
que dice.
—Pronto lo entenderás.
—No sé de lo que habla. Creo que usted
me confunde con otra persona.
—Ojalá que así fuera— La mujer le dio
una palmadita en el hombro. —El camino,
bueno o malo, siempre está esperando; la nobleza y el
honor deciden por donde andar.
—Pues… esperemos.
Ramón la miró dudoso, nunca había visto
esa señora. «En este país es que hay más gente loca.», pensó.
—Los locos están en el manicomio— Le
reprochó la mujer con rostro serio. —Lo malo de este mundo es que los médicos
están peor que los internos.
«¡Diablo! ¿Cómo supo lo que yo estaba
pensando?», se dijo sin abrir los labios.
—Sí, es cierto— Asintió Ramón,
disimulando el asombro que le embargó. —Los locos están en el manicomio.
—¡Bay! ¡Cuídate! ¡Nos vemos pronto!— Lo
despidió la señora pronunciando aquellas palabras en forma musicalizada,
doblando el codo para colocar su mano casi a altura de su mejilla, como si
fuera a prestar un juramento, mientras abría y cerraba la mano.
Ramón se vio precisado a caminar hacia
atrás porque el autobús lo había dejado distante de la finca donde le esperaba
el muñeco. Recorrió la acera, muy cerca de los alambres que marcaban el
comienzo de la propiedad. Anduvo un largo trecho buscando la puerta de entrada,
pero no la halló.
Retrocedió hasta llegar a un lugar donde
la alambrada daba muestra de estar floja y el terreno dejaba ver un caminito
que se dirigía a un bohío ubicado en medio de las plantaciones de orégano. Aún
estaban frescas las huellas de la lluvia de la noche anterior.
Mientras cruzaba entre dos cuerdas de
alambre, vio salir del bohío a un hombre de piel negra y estatura alta con una
azada en las manos, rumbo al final del sembradío. El señor no advirtió su
presencia; y si la notó, fingió. Mientras el hombre caminaba, Ramón llegó a la
vivienda; allí no había nadie. Echó una mirada hacia adentro y la tristeza se
reflejó en lo más profundo de su alma: tres camisas y un pantalón colgando en
un seto; un gato casi dormido en medio del bohío; tres piedras formando un
fogón, del cual se escapaba un hilillo de humo; una mano de guineo y dos
batatas al lado de un caldero viejo, ilustraban la pobreza que azota a los
campesinos de este país.
Decidió no permanecer más tiempo al
frente de aquella vivienda.
«¿Cómo puede un ser humano vivir así,
con tantas necesidades? Si se enferma en horas de la noche, ¿quién le
socorrerá? Y si se muere, ¿cuándo sus amigos o familiares se darán cuenta?», pensó el estudiante mientras caminaba hacia donde se
encontraba el señor.
—¡Buenas tardes!
—¡Buenas tardes!— Le respondió el señor, al tiempo que le
estrechaba la mano.
—¿Cómo está usted, amigo? ¿Todo bien?
—¡Qué va…! Aquí pasándola nada más.
—Me he parado por aquí
para que me deje tomarle unas fotos al espantapájaros. ¿Hay más de ellos por
aquí?
—No, éste es el único.
—Hace mucho que no veía
un espantapájaros… La gente ha perdido esa costumbre.
—Es que la gente por
aquí no está sembrando maíz ni arroz. Yo he dejado ese muñeco ahí porque nada
gano con
quitarlo. Él ya es como parte de mi familia.
—¿Y sembrar orégano es rentable?
—¡Oh, sí! Aunque a mí nada más me
alcanza para malvivir. La tierra ya no produce buena cosecha, y lo que se
recolecta hay que venderlo muy barato— Dijo el campesino resignado a su forma
de vida. —Los intermediarios se ganan la
gran parte y nosotros nos quedamos solo con el sudor y el cansancio.
—La situación está muy
difícil.
—Pero si el Gobierno
quisiera, los pobres podríamos vivir mejor— Afirmó el viejo. —¿No
le parece, Ramon?
—Así es la vida… ¡Hey…!— El estudiante reaccionó
sorprendido, iba a decir algo, pero se contuvo; luego, en forma calmada y
mirando a aquel hombre interpelativamente, le preguntó: —¿Cómo supo mi nombre?
—Tú lo dijiste.
—No recuerdo haberlo
pronunciado.
—Bueno… Entonces, tuve
que haberlo adivinado— Dijo el señor poniendo
cara de inocente.
—¿Crees que soy adivino?
—No sé. Estoy confundido... Esto por
aquí es raro— Ramón recordó el comportamiento extraño de la mujer en el
autobús. —Perdone mi confusión; últimamente como que no estoy muy bien de la
cabeza.
—Los seres humanos, a veces, presienten
soñar despiertos; pero eso es por causa de las preocupaciones y asuntos de la
naturaleza, originándose trastornos en sus pensamientos. ¿No le parece?
—Bueno…, no sé; así parece— Ramón se
encontró como en un desequilibrio mental, sentía que la mirada profunda de
aquel hombre quería dominarle los pensamientos. —La forma de usted hablar me
contradice.
—¿Cómo así?
—Usted habla con teorías muy científicas
para ser un simple hombre que vive del cultivo de la tierra.
—Es que en la autopista los transeúntes
tiran periódicos, libros y revistas, y yo lo recojo para leerlos en mis ratos
de descanso.
—Veo que sabe aprovechar el tiempo.
—Cada hombre debe mirar el camino que
considere más adecuado para su futuro; yo, como dirían algunos, a esta edad
solo miro el cielo y el destino del espantapájaros.
—Bueno… No le robo más tiempo— Dijo
Ramón. —Déjeme ir a tomarle las fotos al espantapájaros.
—¡Vaya con Dios! Y ojalá que la luz del
entendimiento le deje ver con claridad el mejor sendero para su vida— Le deseó
el señor.
La mano de Ramón volvió a sentir el
calor de la del viejo.
«Si no fuera estudiante universitario y
creyente de las ciencias pensaría que las
personas de estos contornos están embrujadas.», se dijo mientras caminaba hacia
el espantapájaros.
Al estar a diez metros
del espantapájaros preparó la cámara para lograr la primera foto. Se acercó,
tomó la otra. Fue moviéndose por su alrededor al tiempo que hacía funcionar el
aparato. No fue hasta que intentó hacerle una de medio cuerpo cuando se dio
cuenta de que, realmente, el espantapájaros era muy parecido a un ser humano:
tenía cabeza y —además de estar cubierta por una peluca de mujer—, en su cara
había hoyos que figuraban ser los ojos, la boca y la nariz.
Un escalofrío recorrió
el cuerpo de Ramón; sintió que una brisa fría se movía entre su piel y la ropa
que llevaba puesta. Tuvo miedo de estar sólo con aquel muñeco de trapos,
alambres, plásticos, y quién sabe de cuáles otras cosas.
Decidió hacerle un
“close up”. Se acercó más, el miedo le aumentó. Quería que el rostro del muñeco
saliera lo mejor posible, razón por la cual se vio obligado a echarle los
cabellos hacia ambos lados de la cara.
Al enfocarlo, con mucho
cuidado, notó que su aspecto era monstruoso. Sintió más temor de que —como
sucede en las películas—, aquella figura horrorosa lo abrazara y lo
estrangulara.
Luego de hacer la foto
retrocedió; lo observó con detenimiento tratando de descubrir algo que ni él
mismo sabía de lo que se trataba. Le miró la cabeza, el pecho, los brazos y el
palo que desde su estómago bajaba al suelo, enterrándose en la tierra roja.
Minutos más tarde, cuando creyó que su tarea estaba cumplida se dispuso a
abandonar la finca.
Habiendo transcurrido más de cinco horas después del anochecer, estando ya en su casa, se acostó, y
entonces comenzó el gran peligro. En ese instante, se encontró frente a una
vieja iglesia hablando con el señor dueño del espantapájaros.
—Tú debes ir allá y
traerlo sin que él sea quitado de su lugar… Si se mueve tú estarás perdido. Cuando lo traiga nadie puede verlo. Tendrás que
trasladarlo en una fundita donde quepa no más de una libra de azucar. Ademas, necesitaremos dos velas, dos pastillas de
sulfatiazol, una cajita de mentol, siete palitos de fósforos, siete vainitas
verdes de brusca, siete hojitas secas de tomate, dos patas de gallinas y dos
plumas de alas distintas de un gallo de peleas. Esto debe hacerlo antes de dos
días— Le dijo el señor, quien se llamaba
Casimiro.
Ramón se sintió
confundido y quiso preguntarle que cómo lo iba a echar en una fundita de una
libra si el espantapájaros tenía seis pies de estatura y era
gordo, semejante a un hombre de 250 libras. Tampoco sabía a qué lugar debía
llevarlo y a quién entregarlo.
Casimiro le dijo que no
preguntara, que él tampoco sabía nada. El viejo se alejó encima de un burro, el
cual —más que un asno—, parecía un perro gigante y peludo.
Ramón quedó pensativo
durante algunos minutos, tratando de encontrar el meollo de aquel asunto:
«Meterlo en una fundita de una libra…». No le hallaba solución lógica al
problema. Caminó hacia el parque y se sentó en uno de los bancos. Su vista
quedó fija, observando un grupo de hormigas que trasladaban un pedazo de
galleta dulce. Estaba tan entretenido mirando esos insectos que no se percató
de que alguien se había sentado a su lado.
—¡Hola, Ramón! ¡Qué
distraído estás!— Dijo una mujer de unos treinta y cinco años.
—¡Hola!— Le respondió,
mirándola de los pies a la cabeza, pensando que se trataba de una prostituta en
busca de diversión. —¿En qué puedo ayudarle?
—¿Qué en qué puede
ayudarme?— Le cuestionó ella, devolviéndole la misma mirada. —Yo no necesito tu
ayuda, tú requieres de la mía— Le aclaró la dama.
—Lo siento. No deseo
compañía, quiero estar solo.
—La soledad no es
buena, se debe estar con alguien.
—Prefiero estar solo.
—Tú nunca estás solo—
La mujer hizo ademanes con sus manos. —Hasta en este momento él está cerca de
ti.
—¿Quién está cerca de
mí?
—El espantapájaros.
Hace mucho que te está persiguiendo, y eso es muy peligroso— La mujer volvió a
hacer los mismos ademanes. —Debes ganarle la batalla.
—¿Qué batalla? ¿Cómo
sabe que desde hace horas he estado pensando en un espantapájaros?
—Lo sé todo… Caballo y
yo somos socios. Nosotros queremos ayudarte.
—¿Quién es Caballo?
¿Quién es usted?
—No preguntes, haz lo
que voy a decirte: mételo en la fundita de una libra. Vete al río a las doce de
la noche, y desde la orilla éntralo al agua sin que se moje. Tú debes cruzar el
río, pero ten cuidado de no mojarte la mano izquierda— La mujer miró a los lados para
asegurarse de que nadie le escuchara. —No
te asustes de nada ni responda a las voces que te puedan llamar o preguntar algo; no conteste, aunque esas voces te
parezcan conocidas. Si algo se te viene encima no le hagas caso, nada chocará
contra ti; sólo enséñale la fundita y no te la quites de enfrente del pecho. No
vuelvas la cara hacia atrás ni te pases las manos por los ojos ni la boca; si
lo hace te quedarás ciego y mudo para toda la vida. Después que salga del río,
vete al cementerio y entra por la puerta del medio… Eso es todo lo que por
ahora debes saber, si quieres salvar tu vida.
Ramón empezó a sudar y
a ponerse nervioso. La mujer se paró para retirarse.
—¿Cómo lo voy a meter
en una fundita de ese tamaño?
—No me pregunte. No sé
nada de eso. Esa es tu tarea— La mujer se paró del asiento y se dispuso a
retirarse de ese lugar.
—Espere, ¿Cuál es su
nombre?
—Me llaman Entidad.
La mujer se retiró sin
voltear la cara. Él se quedó pensativo y preocupado.
«¿Cómo entrarlo en una
fundita de una libra?», se preguntaba. Los minutos transcurrían sin él descifrar aquel misterio.
Dos niños, de unos diez
años de edad, caminaban y dialogaban sobre un dibujo que había en la hoja de un
periódico:
—¡Ya verás que yo sí
puedo!— Dijo uno.
—¡Tú verás que eso es
de gente ignorante!— Contestó el otro.
Ambos se dirigieron a
donde estaba Ramón, y uno de ellos le preguntó:
—¿No es verdad, señor,
que si la iglesia sale dibujada en el periódico y yo lo tengo, entonces, puedo
decir que tengo la iglesia?
—Relativamente, eso es
cierto; aunque no es totalmente real; pero es aceptable desde cierto punto de
vista.
—¡Gracias!— Respondió
el niño que había hecho la pregunta. Ambos continuaron su camino.
Ramón se quedó
mirándolos y, al instante, se sorprendió al darse cuenta de que la mujer lo
esperaba a pocos metros de distancia. Los dos se internaron en unos arbustos,
los cuales —al poco rato—, se movían como si en ellos estuvieran jugando algunos chivos.
El estudiante de
arquitectura no entendía qué estaba sucediendo. Al dirigirse a su casa y mirar
para la vitrina de una tienda y ver una postal de un espantapájaros descubrió
el razonamiento del asunto.
Al llegar a su vivienda,
buscó entre los papeles que guardaba en una caja las fotos que hacía unos días, o quizás menos de
veinticuatro horas, le había tomado al muñeco. Las observó con entretenimiento.
Ramón se dirigió
al colmado de la esquina y compró lo que le había indicado la mujer. Esperó a
que llegara la noche para ir al río, a desafiar los peligros que allí
encontraría.
Eran las once cuando
salió de la casa. La noche estaba oscura, aunque no llovía ni el cielo se
encontraba nublado. La luna y las estrellas habían
desaparecido en el infinito.
Al quedar tras su
espalda la última casa en las proximidades del río, cientos de luciérnagas se
colocaron a ambos lados del camino; sus luces alumbraron aquel lugar haciéndolo
parecer un sendero iluminado con bombillitos de Navidad, dándole apariencia de
un pasillo celestial.
Ramón caminaba no muy
de prisa, mirando hacia ambos lados, sintiendo falta de saliva en su boca y
garganta.
De pronto escuchó tras
su espalda el rugir de una fiera salvaje; sintió ganas de echar a correr, pero
se detuvo firmemente, pues no sabía cuáles cosas encontraría más adelante. Las
manos y los pies les temblaban.
Los rugidos estaban
cada vez más cerca. Sentía las pisadas del animal que se acercaba con cautela y
decisión. La respiración de un felino fatigado chocaba con su espalda. El miedo
le crecía...
Cuando su garganta se
preparaba para dejar escapar un grito de angustia y ya estaba dispuesto a
voltear la cara para ver lo que había detrás, se hizo un silencio mortuorio:
nada se escuchaba, ni siquiera el respirar fatigado que se producía en su propia nariz. Permaneció inmóvil y tembloroso
por un instante; luego, empezó a caminar nuevamente.
Apenas había avanzado diez pasos cuando,
de repente, aparecieron decenas de serpientes arrastrándose
de un extremo a otro del camino. Todas se movían sin dejar de mirarle, de tal
forma que cuando unas iban al norte las otras se dirigían al sur.
Era imposible cruzar aquel lugar sin
pasarles por encima. Al observarlas sentía pánico, y el imaginarse colocar sus
pies sobre ellas le ocasionaba horror; pero sabía que en esa aventura estaba en
juego la salvación de su alma y, por lo tanto, no podía cometer errores. Debía
llegar al río y meterse al agua.
Por esa razón decidió avanzar y pisarlas
si no se quitaban del camino... Dio varios pasos hacia delante y muchas
continuaron en lo que parecía ser una danza, mientras otras se pusieron en
posición de ataque.
Estiró el pie derecho
para pisar sobre las que se encontraban más
cerca, al bajarlo con decisión inquebrantable todas desaparecieron. Suspiró
profundamente.
A lo lejos, se
escuchaba el sonido del agua corriendo entre las piedras. La noche le parecía
confusa, peligrosa y llena de terror.
En un momento, el
sonido del río desapareció como cortado por una
filosa navaja. Un escándalo que parecía venir del mismo infierno se apoderó del
entorno. Sus oídos no podían descifrar lo que producía esos ruidos.
A su alrededor, todo seguía estando oscuro, únicamente las luces de las luciérnagas
iluminaban parte del camino. A poca altura de su cabeza ―y en los lados del
estrecho camino―, se estacionó una nube negra, como
bajada del cielo.
El corazón de la tierra
bajo sus pies se sintía temblar. Se imaginó a una estampida de búfalos
corriendo en dirección hacia donde él se encontraba. Miles de gallinas, y mayor
cantidad de cerdos y chivos, se dirigían veloces hacia Ramón, perseguidos por
una raya de fuego que medía más de diez pies de altura.
Las aves y los animales
se detuvieron a poca distancia de Ramón como si hubieran chocado con una
rústica y fuerte pared de concreto. Al
instante, las llamas arroparon las aves, a los porcinos y a los chivos.
El aleteo de las
gallinas y los gritos de los cerdos y chivos pusieron al descubierto los
lamentos del purgatorio. El mal olor a plumas quemadas, mezclado con el
expedido por los animales carbonizados invadió el lugar.
El fuego quedó allí,
esperando a que el hombre avanzara para devorarlo. Ramón miró con miedo las
lenguas de las llamas que parecían burlarse de él… Se llevó la mano izquierda a
la cabeza y se quitó la gorra que llevaba puesta.
El estudiante avanzó
hacia las llamas, las cuales se hamaquearon amenazantes, aumentando de tamaño y
cantidad. Ramon notó que algo era contradictorio: las llamas no eran calientes.
Ramón avanzó más hacia
el fuego, el cual retrocedió. El estudiante continuó caminando, el fuego fue retrocediento.
El joven corrió tras las llamas, ellas corrieron en
igual dirección.
El estudiante no se dio
cuenta —quizás por el momento extraño que vivía—, de que aunque el fuego lucía
incandescente y alto, su luz no traspasaba los bordes negros del camino. Al
parecer, la nube era tan densa como una loma de gran resistencia.
El hombre persiguió las
llamas a mayor velocidad. El fuego se dirigió al río, aumentando sus llamaradas
y velocidad. Las llamas eran tan altas
como un edifcio de tres niveles. Cuando estaba a pocos metros del caudal el
fuego se detuvo. Ramón también dejó de correr.
Quedaron los dos uno al
frente del otro, como dos enemigos que se odian a muerte. Un viento suave hacía
mover las lenguas del fuego en todas direcciones, semejando ser brazos en busca
de presas. En medio de las llamas se formaron dos ojos y una boca abierta.
El hombre lo miró
fijamente, interpretando que le decía: «Ven, acércate, que te voy a devorar.».
Cauteloso, pero decidido, el estudiante fue aproximándose a las llamas, para
demostrarle que no le tenía miedo. Éstas aumentaron su tamaño de forma
gigantesca.
Ramón aceptó el
desafio, llenándose de coraje. Contrario hasta hacía un momento, ahora sentía
que la piel casi se le tostaba por el calor que allí había.
El estudiante,
recordando las instrucciones que le había dado la mujer en el parque, alargó la
mano en la cual tenía la fundita de una libra y caminó con decisión, aunque
sentía que el rostro se le quemaba.
El fuego, al parecer,
comprendió que la actitud de Ramón no era asunto de juego, creció aún más,
tratando de atemorizarle; pero cuando el hombre estaba a escasos centímetros de
él, se echó al agua, produciéndose un profundo y prolongado grito de mujer.
Los gritos ―que al
parecer provenían del infierno―, provocaron el derrumbe de las montañas que
estaban a orilla del río, ocasionando que arboles, tierra y rocas bajaran para
represar el caudal de agua.
Ramón, al ver lo
ocurrido y el cansancio que tenía, comprendió que debía abandonar ese lugar lo
antes posible porque la inundación era inminente.
Con la respiración
fatigada, el corazón latiéndole a ritmo acelerado y el pecho subiéndole y bajándole,
caminó para penetrar el agua. No faltaban muchos minutos para las doce.
Cuando iba a mojar sus
pies, se escuchó estruendoso en la otra orilla del río el mugir de una figura plateada. Al principio no
sabía qué era aquello que brillaba como plata en medio de la oscuridad, pero
luego se dio cuenta de que se trataba del gran toro blanco ―hijo de la vaca que
se murió de pique―, del cual le había dicho la mujer que se cuidara porque todo
el que se enfrentaba a él quedaba destrozado por la cintura.
Ella le explicó en el
parque, mientras se encontraban en los arbustos, que los cuernos del toro eran
como dos espadas filosas que hipnotizaban a sus adversarios.
Ramón retrocedió un
poco, tratando de colocarse en terreno
un poco alto, para que al mostrar la fundita de una libra el toro pudiera verla.
El animal mugió fuerte
varias veces. Con las patas delanteras hizo la señal de ataque. El hombre
levantó con fuerza su mano derecha al tiempo que trataba de no mirarle
fijamente. El toro pareció entender el brillo que había en los ojos de Ramón.
El toro emprendió una
veloz carrera en dirección a donde estaba Ramón. Cuando cayó al río el agua se partió en dos y su cuerpo
parecía el de una lancha que rompe el agua tranquila de un lago casi dormido.
Cruzó el río con una
increíble rapidez. Se dirigió con furia hacia el hombre, el cual temblaba como
gelatina sobre un potro salvaje.
Ramón cerró los ojos
con fuerza para no ver lo que iba a ocurrir, y mantuvo en alto su mano derecha,
mostrando la fundita. El toro no detuvo la carrera, a medida que se acercaba
aumentaba más y más la velocidad.
El animal corría con la
cabeza agachada, para golpear con sus cuernos y cráneo todo cuanto se opusiera
en su camino. Las pisadas fuertes y continuas del toro aumentaron el
nerviosismo de Ramón, quien quedó paralizado, sin poder mover las piernas ni
los brazos.
El hombre se sintió perdido,
el buey se encontraba a poca distancia. Los ojos del estudiante se abrieron
grandemente, dejando al descubierto el terror que lo envolvía; y fue en ese
instante cuando el terrible animal se estrelló contra la mano que sostenía la
fundita de una libra.
El ambiente quedó
iluminado por el estallido: el bovino se desgranó y una lluvia de meteoritos
cayó alrededor del asustado estudiante.
Minutos después, ya
repuesto del susto, Ramón penetró al río y se zambulló dejando únicamente fuera
del agua la mano en que sostenía la fundita. Luego, hizo todo cuanto le había
dicho la mujer. Momento después se dirigió al cementerio.
Al llegar al camposanto
empujó las verjas que conforman una puerta de hierro, la cual dejó escapar un
lúgubre sonido, quedando abierta de par en par.
Caminó por un pasillo
largo y estrecho, entre bóvedas, nichos y cruces; atrás habían quedado las
moradas finales de las familias García, Vargas, Rosario y Russo. Al llegar a la
estatua del perro de bronce , sus
pisadas se dejaron escuchar con más fuerza que con las que pisaba realmente.
En el cementerio, como
siempre, había un silencio profundo y la poca iluminacion conllevaba a
imaginarse situaciones tenebrosas, donde hasta el más leve movimiento de un
gato intruso era motivo para emprender una endemoniada carrera. Sus pasos y
respiración era lo único que se escuchaba en aquel lugar.
Una figura humana
surgió desde el lado de una bóveda y se paró en medio del pasillo, un tanto
distante de él. Ramón se detuvo sorprendido.
—¡Creí que no vendrías...!—
Le dijo la figura que se había parado en medio del pasillo.
—¿Quién es usted?—
Preguntó el estudiante, asustado.
—¿Ya no me conoces?— Le
respondió la figura, y procedió a quitarse el ancho sombrero, al estilo
mexicano, que en aquella oscuridad le cubría el rostro. —Hace tres días
estuviste en mi casa.
—¡Perdón! No lo estaba reconociendo—
Expresó Ramón al descubrir que se trataba del dueño del espantapájaros.
—¡Vamos, es un poco
tarde! Esto hay que hacerlo lo antes posible— Invitó el señor.
—¿Qué debo hacer?
—Vamos, allí lo sabrás.
—Camine delante, usted
es quien sabe para donde vamos— Sugirió el estudiante con algo de desconfianza.
—Esta noche me han sucedido cosas muy raras.
Avanzaron sin decir palabras. Llegaron a
una puerta de madera que tenía aspecto de un viejo garaje. Era muy extraño todo
aquello, pues Ramón había entrado muchas veces a ese cementerio y nunca había
visto una puerta similar.
—Cuando abra la puerta no debes
detenerte ante nada. Si algo te vence, no volveré a verte. Las primeras
decisiones las debes tomar tú, las demás alguien te las dará en el momento
preciso— Le especificó el señor.
—¿Y por qué usted no viene conmigo?
—Porque no puedo. Si te
acompaño ninguno de los dos saldremos de ese lugar. La lucha es entre un
espíritu de tu sombra negra y el falso espíritu de Bucalaú.
—¿Quién es Bucalaú?
—Bucalaú es el muñeco que tú
fotografiaste. Hace mucho que hemos estado protegiéndote, esperando a que
vinieras por tu propia voluntad a rescatar el sano espíritu de tu sombra negra.
—Señor, usted se equivoca, yo
no he venido a rescatar ningún espíritu.
—Aparentemente no has venido
a eso; pero a eso si ha venido, porque un falso espíritu, muy malévolo,
mantiene subyugado el espíritu bueno de tu sombra negra.
El señor le explicó que, en una ocasión,
mientas Ramón dormía, su espíritu salió a vagabundear y llegó a la casa de
Ponsia, la hechicera maldita que con su soplo adormece las almas y los
demonios.
Aquella hechicera envolvió en una sábana
negra la sombra blanca del espíritu del estudiante, lo metió en una calabaza
durante 13 días, y en ese tiempo lo convirtió en un abigorito y le puso como
misión destruir el alma de Ramón.
—¡Espere, espere! No siga diciéndome
tantas cosas, porque no entiendo nada— Se quejó el estudiante.
—¿Qué es lo que tú no entiendes? Creo
que te he explicado todo muy claramente.
—Creo que usted se burla de mí.
—La burla es de lo maligno; la
sinceridad, de quienes tienen valores humanos. Dime, en sí, ¿qué es lo que no
has entendido?
—No he entendido eso de que a mi alma le
envolvieron la sombra blanca en una sábana negra.
—Mira, el cuerpo de un ser humano
proyecta una sombra negra cuando nos exponemos a la luz, sin importar de qué
color sea la luz. ¿Nunca te has preguntado por qué si la luz es roja, verde,
amarilla o blanca, la sombra que vemos siempre es negra? Todos los seres
humanos vemos esa sombra, pero ninguno vemos la sombra plateada ni la amarilla fluorescente
que siempre nos acompaña. La sombra negra es la más visible en este mundo
perverso, es el reflejo de nuestra vida mundana. La sombra plateada es la que
nos hace sentir remordimientos, sufrimientos y penas, ante ciertos asuntos. La
sombra amarilla fluorescente es la que refleja el grado de negación o
aceptación hacia las demás personas y sus actitudes. La sombra blanca es la de
la dignidad y el respeto. Si la sombra blanca se empaña, entonces, quien la
posea podría ser ladrón, borrachón, mentiroso, mujeriego, traidor y perverso.
—¿Usted está seguro de que eso es así?
Yo nunca en mi vida había escuchado nada parecido.
—Nunca lo había escuchado porque los
elementos del otro mundo nunca se habían materializado en sombra y espíritu.
Eres un hombre sin sombra.
—Entonces, ¿usted se atreve a decir que
yo no tengo sombra?
—Hace mucho que perdiste la sombra
negra. La sombra plateada tú la has liberado esta noche, pero anda sonámbula en
espera de que alguien la atrape.
—¿Cómo así? No recuerdo haber liberado nada—
Dijo Ramón con dudas.
—Cuando destruiste el toro de níquel
solo le quitaste a tu sombra la pasión agresiva para destruirte a ti mismo. Si
esta noche no logras agarrarla, mañana tú no respirarás.
—Entonces, ¿estoy casi muerto?
—Ya lo has entendido.
—Dígame, ¿qué es un abigorito?
—Los abigoritos son los hijos y
seguidores del demonio Abigor. Quienes los han visto aseguran que es un
caballero hermoso, conocedor de los secretos del porvenir, y maneja las
habilidades para que todo el que se le acerca lo ame infinitamente. ¡Pobre de
tu alma si la sombra negra de tu cuerpo cae en manos de ese demonio!
—¿Qué debo hacer para terminar con
esto?— Preguntó Ramón con decisión de luchar.
—Debe seguir adelante y no temer a nada
ni a nadie— Le aconsejó el viejo. —Únicamente podrás hablar cuando estés
delante del gran Barón. Ahora me voy. A ti te correspondes hacer lo que hace
falta.
El señor dio varios pasos caminando de
lado, como si fuera un cangrejo, y desapareció en medio de dos bóvedas.
Ramón caminó hacia la puerta de madera.
«Si estuviera en el barrio Prosperidad juraría que esta es la puerta del garaje
del vecino Augusto Vargas.», pensó. Agarró la fundita en la mano izquierda y
con la derecha quitó el candado de la cerradura.
Al tiempo de abrir la puerta, un viento
suave y frío comenzó a golpear su cuerpo. Un ataúd sobre una mesita de
dormitorio se interpuso en su camino. Colocó la mano derecha por debajo de
aquella caja, la levantó por la parte más ancha y la tiró a un lado del largo
pasillo, sin importarle lo que hubiera dentro. Al instante, decenas de ratones
corrieron por todo el lugar.
Más adelante había otra mesa con velas,
imágenes religiosas y flores. Todo lo que obstaculizaba su paso fue arrojado a
los lados del camino. Nada podía detener su marcha en aquel momento tan
peligroso.
Al pisar una alfombra roja, sus
alrededores se convirtieron en fuego y una risa fuerte de mujer quiso explotar
sus oídos. Miró hacia todos los lados buscando al ser que producía esas
carcajadas tan molestosas, pero no vio a nadie.
La único que pudo ver a su alrededor fue
una cajita de cristal, de tamaño mediano que se encontraba rodeada de velas
encendidas. agarró la cajita y al mirarla quedó estupefacto: dentro de ella se
encontraba un muñequito idéntico a su persona.
Se dio cuenta de que aquello no era más
que pura hechicería. Tiró la cajita con fuerza contra una pared, rompiéndose en
pedazos; en ese mismo instante el fuego que había a su alrededor desapareció.
El pasillo quedó casi despejado. Un
muñeco que sólo tenía cuerpo de la cintura hacia arriba, colocado en una
mesita, esperaba por él al final del pasillo. En el instante en que se disponía
a avanzar hacia esa figura escuchó una voz de mujer que habló desde un extremo:
—¡Espera, espera! Detente.
Se detuvo, dio media vuelta y quedó de
frente a ella. Quien le hablaba era la mujer que conoció en el parque.
—¿Qué sucede, Entidad?— Preguntó Ramón.
—Saca todo lo que tienes en la fundita—
La mujer esperó a que él hiciera lo que ella le decía. —Prende las velas.
Embárrate el mentol en las manos. Échate las hojitas en los bolsillos. Prende
los demás fósforos y sus desperdicios déjalos aquí, junto a la vela.
—¿Y ahora, qué sigue?
—Dame la fotografía y la fundita. Ahora
debes ir donde él, y lo volteas hacia atrás; pero ten cuidado, no dejes que te
toque con sus manos.
Al llegar cerca del muñeco éste le
sonrió y le extendió la mano en señal de saludo.
—No acostumbro a saludar a extraños, y
más cuando andan acompañados de serpientes y usan faldas de mujeres— Le dijo el
estudiante.
—¿Serpientes? ¿Faldas de mujeres?— El
muñeco sonrió burlón, y con gesto de asombro agregó: —¿Quién tiene eso?
—¿Cómo que quién? Tú mismo. ¿Acaso te las colocaron ahí atrás
sin que te dieras cuenta?
El muñeco miró asombrado para el lugar
que le indicaba Ramón; y antes de que pudiera voltear la cara, el estudiante le
dio un fuerte empujón, tirándolo detrás de la mesita sobre la cual estaba
sentado. Al caer, el muñeco dejó escapar un prolongado grito. El hombre se
acercó a la mesita y pudo apreciar un profundo hoyo al cual no se le veía el
final.
«¡Diablo! Por ahí se atrevía a tirarme
ese engendro del mal.», suspiró Ramón.
—¡Bien hecho!— Celebró Casimiro.
—¡Apúrate, larguémonos de aquí, porque este lugar va a ser invadido por
demonios!
Los dos hombres corrieron a la salida y
tras su espalda iban derrumbándose las bóvedas, y el piso se abría cerca de sus
pies. Humo y luces terroríficas se apoderaron del lugar.
Al cruzar la puerta de hierro, ésta se
cerró violentamente mientras las luces, humo y explosiones se producían en el
interior del cementerio.
Cuando aparentemente todo ya había
terminado, el viejo le dijo a Ramón:
—Vete, tú ya no tienes nada que hacer
aquí.
—¿Y ustedes, qué van a hacer?— Le
preguntó el estudiante al viejo y a la
mujer.
—Nosotros todavía tenemos asuntos
pendientes por estos entornos.
—¡Oh! Ya puedo ver mi sombra nuevamente—
Expresó con alegría el joven.
—Si el hombre mirara su sombra se daría
cuenta de que él depende de la luz que proyecta.
—La sombra me hace sentir más pesado—
Afirmó Ramón.
—La sombra, en el comportamiento social,
es como la fuerza de la gravedad.
—¿Cómo así?
—Las sombras y las huellas son el espejo
de nuestro proceder. Quien no tiene sombra ni huellas nunca ha existido. Por la
sombra y las huellas nos recuerdan los demás— Aseguró el viejo.
Los tres caminaron por la calle, frente
al cementerio: Ramón en dirección sur; el viejo y la mujer en dirección norte.
El estudiante de arquitectura había
caminado menos de diez metros cuando recordó que no le había dado las gracias
al viejo y a la mujer por haberle ayudado a salvar su vida. Se detuvo, y al
voltear la cara ocurrió el gran asombro de su vida:
Casimiro llevaba agarrada de mano a la
mujer, y cuando Ramón le miró detenidamente la espalda se dio cuenta que dejaba
al descubierto el único pie de palo que poseía y que la delataba como el
espantapájaros que está situado como a treinta kilómetros de la montaña que
divide los dos pueblos, en los predios donde casi no hay viviendas y donde el
color rojizo de la tierra abunda entre leguas en aquella llanura.